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Políticas de Acceso a la Justicia

Categoría: Acceso a la Justicia
Autor : CIPPEC

Introducción

Las vueltas de la política

La política no conoce de procesos deliberados de cambio que nacen en un mapa y se despliegan prolijamente en el territorio. Sus saltos, sus flujos y reflujos, como se solía decir, son difíciles de adivinar y las propuestas largamente ansiadas vienen de la mano, cuando lo hacen, de gestos inesperados. A veces, incluso, de necesidades individuales, de pequeños caprichos en los que tercamente insisten los poderosos, pueden surgir, se pueden colar junto con ellos grandes modificaciones estructurales que, inadvertidamente, cambian los contextos institucionales de tal forma que perviven incluso a aquellos cuyos intereses particulares ayudar a satisfacer. La historia de los instrumentos procesales que permiten la emergencia de la práctica del derecho de interés público (DIP) en la Argentina, y de su consagración constitucional es un ejemplo de estas observaciones.

El comienzo de la década de 1990 en la Argentina no había sido auspicioso para quien ambicionara ser testigo del desarrollo de una agenda institucional para la democracia. En efecto, la transición de un gobierno electo a otro (un evento institucional de importancia mayúscula dado que no ocurría algo así en la Argentina hacía más de sesenta años) había interrumpido la posibilidad de convertir en práctica institucional una serie de definiciones que el primer gobierno de la democracia había propuesto a la ciudadanía.

Estas definiciones consistían principalmente en tres: La primera afirmaba la distinción moral y jurídica entre gobiernos de jure y gobiernos de facto, afirmando que las decisiones de los primeros gozaban de una superioridad sobre los segundos, echando por tierra de esta forma la “doctrina de facto” que había iniciado la Corte Suprema en el golpe militar de 1930. Esta distinción no era gratuita y posibilitaba varias decisiones fundamentales. Permitía a los órganos políticos no tener en cuenta “normas” creadas por la dictadura, dejar de lado a la llamada “ley de autoamnistía”, iniciar de esta manera los juicios a los involucrados en violaciones masivas de derechos humanos de la década anterior y, a la Corte Suprema en particular, justificar modificaciones en la interpretación de normas fundamentales del sistema jurídico argentino.

La segunda definición del primer gobierno de la democracia, y fundamentalmente de la primera Corte, fue una definición sustantiva de los principios que rigen nuestro sistema de derechos que se manifestó en la interpretación de cláusulas constitucionales fundamentales (o en la sanción de algunas normas nuevas, como la ratificación de tratados internacionales de derechos humanos que incluían no sólo la explicitación de derechos sino también la pertenencia de la Argentina a organismos internacionales con jurisdicción para decidir cuestiones en las que ciudadanos argentinos estuvieran involucrados). Esta definición consistió en la adopción de los principios del liberalismo igualitario que básicamente celebran la autonomía personal y el principio del daño, es decir, la capacidad de cada uno de los ciudadanos para elegir libremente su plan de vida con el límite de la prohibición de dañar a terceros. La Corte Suprema hizo de estos principios los pilares interpretativos del más importante artículo de la Constitución, el famoso artículo 19.

Por último, estas definiciones se aseguraban con una última que tenía la virtualidad de una promesa, la que la Corte Suprema hizo suya en el fallo Bazterrica, en el que afirmaba, con palabras del Ministro Petracchi que

“...desde las distintas instancias de producción e interpretación normativas, se intenta reconstruir el orden jurídico, con el objetivo de restablecer y afianzar para el futuro en su totalidad las formas democráticas y republicanas de convivencia de los argentinos, de modo que dicho objetivo debe orientar la hermenéutica constitucional en todos los campos.”

De este modo las dos primeras definiciones, la distinción entre democracia y dictadura (un nuevo comienzo) y la reconstrucción liberal de la práctica constitucional argentina, adquirían virtualidad de programa político hacia el futuro, y la Corte su rol de garante institucional.

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El advenimiento del Presidente Menem al poder dio por tierra esta ambiciosa agenda de reconstrucción ya que, por diversos motivos, su gobierno decidió llevar adelante un plan de gobierno centrado en reformas institucionales para el que creyó necesario echar por tierra gran parte de las prácticas institucionales que cercenaban el poder del ejecutivo. Entre ellas se encontraba la propia Corte, que sufrió la ampliación de sus miembros de tal forma de hacer posible al nuevo gobierno, que gozaba de mayoría en el Senado, nombrar un grupo de Ministros de la Corte que fue dado en llamar su “mayoría automática”. Esta nueva constitución de la Corte creó, valga el juego de palabras, una nueva Constitución que sustituyó al proyecto político anterior. La nueva Corte rechazó la distinción entre dictadura y democracia considerándola una distinción que depende de “valores afectivos”, modificó la visión liberal por otra autoritaria y perfeccionista, y despreció la promesa de la continuidad en la aplicación la interpretación constitucional, prefiriendo la discrecionalidad de la aplicación de la ley caso por caso.

De esta forma, sin limitaciones institucionales y aplaudido por grandes sectores de la población, y aún por quienes creaban opinión pública desde los medios masivos de comunicación, hace su ingreso el programa institucional conocido como el “consenso de Washington”, una serie de recomendaciones tendientes a desregular la economía, privatizar empresas públicas, liberalizar el comercio, etc. Es difícil saber si era necesario, para la implementación de estas políticas, el sistemático desguace de los procesos de control institucional de la discreción presidencial. Sin embargo, se dieron juntos y el talante de este desguace sugería la convicción de quienes tuvieron la responsabilidad de llevarlo adelante de que las normas, el derecho en general, no eran más que obstáculos en el camino de la eficiencia económica.

No es de sorprender, entonces, que el proceso reformador fuera objeto de permanentes sospechas y crecientes acusaciones de irregularidades y de corrupción. Sin embargo, es gratamente sorprendente la reacción de la sociedad civil argentina que, sobre los hombros de las organizaciones

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ya veteranas de derechos humanos, monta nuevas asociaciones que tienden a combatir la corrupción, a controlar el accionar del gobierno y a demandar de los ciudadanos una mayor participación en la cosa pública. Esta reacción genera un movimiento que da lugar, también, a un nicho de trabajo político del que van a abrevar nuevas corrientes partidarias.

Así llega la Argentina a un cruce de caminos en su reciente historia política. El momento en que el Presidente Menem plantea su deseo de ser reelecto, y para ello, la necesidad de una reforma constitucional. Como decía al principio, la política no elige los momentos para la grandeza, y no era esta la forma en la que muchos hubieran preferido modificar una constitución que tenía un siglo y medio de sancionada y que hacía por lo menos seis décadas que había demostrado que su proyecto político no cuajaba con las pretensiones de la democracia. Habían existido intentos recientes, incluso multipartidarios como el del Consejo para la Consolidación de la Democracia que había propuesto inútilmente la prolijidad del estudio profundo y del consenso a un país que no premia ni lo uno ni lo otro para acercar la Constitución a un ideal más deliberativo y flexible que el discrecional y rígido que aún nos gobierna. En 1994 Menem necesitaba ser reelecto para continuar el camino de sus reformas y amenazaba para lograrlo con un referéndum, seguramente exitoso.

Un debilitado ex presidente Alfonsín trama y cierra el Pacto de Olivos en el cual se acuerda una salida que permita la reelección del presidente pero que también dé espacio a la posibilidad de la política, a la aparición de lo inesperado, al juego deliberativo de una asamblea constituyente. En ella se esperaba ciertamente la ineludible sanción de las aspiraciones reeleccionistas, y tal vez, con suerte, algún eco de las propuestas tendientes a limitar el poder del presidente que había planteado el Consejo. Cuánto de lo inesperado es algo de lo que trata este libro, porque darle la oportunidad a la política siempre es un riesgo, pero un riesgo que es también una apuesta a la capacidad de la sociedad para reinventarse y volver a retomar tercamente los proyectos que parecían abandonados.

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El proyecto político de la primera etapa de la democracia vuelve así por sus fueros de una forma inesperada. Se mete en los intersticios de las discusiones de la asamblea constituyente y se lo escucha a veces malamente defendido, otras pobremente criticado y aún otras brillantemente traducido a las palabras de la ley. Así, la asamblea de 1994, en un gesto grandilocuente, exagerado, dramático, incorpora al texto constitucional una decena de tratados internacionales de derechos humanos que se convierte en la mayor agenda de promesas constitucionales explícitas que se ha dado la Argentina nunca. Una agenda que es instrumento y meta para quienes hacen de la defensa de los derechos su trabajo cotidiano y una pesadilla para quienes intentan desguazar el edificio constitucional argentino limitando la aplicación de lo que ahora se convertían en prescripciones. Sin embargo, las promesas constitucionales que carecen de formas procedimentales para hacerlas efectivas son palabras en la arena, y así lo entiende la Constitución reformada al establecer el amparo colectivo, una de las herramientas fundamentales para la práctica del DIP y el tema principal de esta publicación.

Es interesante notar que el amparo individual, que también prescribe la reforma, es una construcción jurisprudencial de un órgano contramayoritario y que, junto con el colectivo, son ahora reglas de procedimiento prescriptas por la norma que organiza nuestra práctica constitucional. Ambos nacieron de órganos que tienen el objeto de sostener los presupuestos del funcionamiento de la democracia y es difícil pensarlos como fruto de algún otro órgano o de algún otro momento político, más acorde con las aspiraciones de alguna mayoría circunstancial.

Sin embargo, imbuidos tal vez de una mística que les brindaba perspectiva histórica, de una autoconciencia de estar asumiendo una responsabilidad pocas veces acordada a alguna generación de legisladores en la Argentina: la de ejercer poder constituyente “derivado”, como algunos lo llaman, los constituyentes del 94 legislaron en grandes gestos, para la posteridad. Nunca sabremos cuánto advirtieron de las consecuencias institucionales y políticas de esos gestos.

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Pero más allá de “la voluntad del constituyente”, en este caso de su elusiva voluntad política, la creación de los procedimientos de implementación de la agenda de promesas constitucionales que surge de la asamblea del año 94 dio lugar al surgimiento de actores sociales que recogieron el guante. Los casos que se analizan aquí son algunos ejemplos de la tarea que asumieron para poner en marcha estos mecanismos y quienes formamos parte de las organizaciones que se reunieron para hacer posible esta publicación fuimos protagonistas privilegiados de esta corta década de descubrimientos. Queda para las páginas que siguen la tarea de relatar algunas de esas experiencias, aquí sólo quiero hacer explícito el lugar que ocupan las estrategias del DIP dentro del contexto más general de la lucha por el acceso a la justicia, es decir por el acceso de la gente a sus derechos, a gozar de la generosa promesa constitucional que la Argentina lanzó hace ya un poco más de diez años a quienes quieran habitarla.

Las acciones colectivas y los ocho niveles del acceso a la justicia.

La práctica del DIP es aquella que utiliza concientemente las formas del derecho para incluir en la deliberación democrática a quienes han quedado excluidos, para mantener los procesos que garantizan esa deliberación y para preservar los acuerdos semánticos en los que se expresa el lenguaje del derecho. En este sentido es mucho más amplia que la práctica de casos llevados a cabo a través de acciones colectivas, pero dada su especial historia en nuestro país, el DIP y las acciones colectivas han ido juntos desde un punto de vista histórico y tal vez por ello, también conceptual.

Sin embargo, es importante notar a su vez que estas prácticas forman tan sólo una parte de las diversas actividades que deben desarrollarse para que los ciudadanos de una democracia constitucional puedan gozar de sus derechos.

La brutal crisis institucional de fines de 2001 demostró la importancia de la necesidad de construir estatalidad democrática capaz de crear los bienes públicos que permitieran lograr un acceso

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igualitario a los derechos. Las estrategias que, por izquierda y por derecha socavaron la legitimidad institucional del estado argentino, habían cooperado para debilitar la posibilidad de generar respuestas públicas eficaces en la lucha por una mayor igualdad. Es por ello que, para las instituciones que firman esta publicación, resulta importante poner a las acciones colectivas dentro del contexto de una estrategia más abarcativa que no deje de lado la posibilidad de la construcción de políticas públicas que tiendan a aumentar el acceso a los derechos de los ciudadanos. Esta estrategia consiste en proponer instituciones y crear sujetos con determinado tipo de destrezas capaces de llevar adelante ocho tipo de actividades que, coordinadas, permitirían armar una política consistente de oferta de un servicio de acceso a los derechos que esté de acuerdo con las aspiraciones valorativas de una democracia constitucional

El primer nivel de esta estrategia es el de la identificación de las necesidades jurídicas insatisfechas (NJI) de la población a la que se quiere brindar el servicio. Esta identificación supone la realización de encuestas y de entrevistas en profundidad que identifiquen los problemas principales que la gente podría solucionar si supiera que la solución es un derecho y que existen canales formales para lograrlo. Estas metodologías, que están a la mano y que CIPPEC ha probado recientemente (junto con la Universidad de General Sarmiento) pueden ser sofisticadas como para no sólo identificar problemas, sino también la forma y la sucesión en la cual aparecen (es decir que es posible saber que si una persona tiene un determinado problema, seguramente tendrá otros y cuáles serán), las zonas geográficas de aparición (con lo que es posible superponer el mapa de NJI sobre otros, como por ejemplo el mapa judicial, y verificar diversos problemas de políticas públicas en la distribución de los recursos) y su relación con otros índices como el de NBI, por ejemplo.

En este nivel la relación con universidades, centros de investigación o dependencias públicas como el INDEC resulta de suma importancia. Este primer nivel responde a la necesidad de conocer sin prejuicios elitistas las prioridades de la población para construir o coordinar los recursos jurídicos que

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se necesitan o que se encuentran disponibles con el objeto de planear más razonablemente una política pública de acceso a los derechos.

En el segundo nivel se encuentran las diversas formas de hacer explícita la demanda social de derechos. Es en este nivel en el cual hallamos las diversas formas de la educación en derechos y de la traducción de la demanda social al lenguaje de la ley. En la Argentina, conforme investigaciones recientes (como la mencionada de NJI de CIPPEC) la gente mayoritariamente acepta ignorar la forma en la cual se traducen sus deseos de reivindicación de lo que creen les es debido en formas jurídicas. La fuente más mencionada de educación en este sentido son los medios de comunicación.

Las oportunidades para la acción en este nivel son múltiples, así como la necesidad de actuación de diversos actores. Existen experiencias en nuestro país y en la región de formación de formadores a cargo de estudiantes de derecho (tanto en carácter de voluntarios como dentro de proyectos formales de las facultades de derecho que han sabido reconocer en esta actividad no sólo una oportunidad para cumplir con un elemental deber cívico, sino también para aprender derecho enseñándolo) y de abogados voluntarios (nuevamente, tanto en su carácter de ciudadanos comprometidos así como partes de proyectos de Colegios de abogados que no reniegan de su deber de construir el estado de derecho en un país empobrecido). También son interesantes las actividades que surgen alrededor de la necesidad de llevar la demanda ya traducida a demanda explícita de derechos tales como las experiencias del “extensionismo jurídico” y de la formación de líderes comunitarios que actúan como conectores entre las demandas ya explicitadas de los ciudadanos y las instituciones capaces de satisfacerlas. En la formación de estos actores sociales fundamentales también tienen su lugar los abogados actuales y futuros (los estudiantes y sus facultades) que están dispuestos a asumir cabalmente los deberes (y no sólo los privilegios) de su profesión.

Estos dos primeros niveles, los de la identificación de NJI y de la traducción de la demanda social de derechos, pertenecen al aspecto de la demanda de derechos, mientras los seis niveles que

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siguen buscan estructurar consistentemente los diversos aspectos de la oferta de recursos jurídicos con el objeto de satisfacerla adecuadamente.

Una gran parte de los reclamos sociales se satisfacen con el conocimiento que brinda la asistencia social, tarea que ha sido tradicionalmente cubierta por los trabajadores sociales. En un país donde la información resulta de difícil acceso, cuando no inexistente, el conocimiento sobre la forma de recibir los beneficios sociales sin caer en las redes de clientelismo prebendario que caracteriza estas redes de distribución resulta fundamental. Pero la necesidad que cubre este tercer nivel puede resultar más básica y fundamental para la vida de la gente: la capacidad de redactar una nota efectiva, un llamado telefónico al lugar correcto, la presencia de alguien que utilice la jerga capaz de abrir puertas que de otra manera permanecen ocultas o cerradas son la diferencia muchas veces entre la posibilidad de que un niño ingrese a la escuela, o que una persona acceda a un turno del hospital en un tiempo razonable, o que aparezca el documento de identidad que detenga la arbitrariedad policial o la exclusión de una cadena de beneficios.

Más allá de la necesaria presencia de trabajadores sociales, este nivel vuelve a convocar a los extensionistas jurídicos y a los líderes comunitarios al esfuerzo por acercar a la gente a sus derechos. La presencia de estudiantes en general y de derecho en particular debería ser también a este nivel parte de su educación formal como una forma de honrar su doble obligación como ciudadanos (brindando un servicio público) y como estudiantes (aprendiendo las realidades de su oficio).

Cuando el acceso a los derechos supone la necesidad de solucionar conflictos entre pares que no requieren de la participación de un tercero, sino de la capacidad de encontrar acuerdos superadores, surge el cuarto nivel del esquema de acceso y el segundo de la oferta de recursos: la mediación individual y la mediación comunitaria. En este nivel la comunidad puede darse a sí misma una forma de resolver sus conflictos que no depende, en primera instancia de formas jurídicas regularizadas institucionalmente. En efecto, la capacidad de mediar entre pares puede ser desarrollada por diversos

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actores disponibles en comunidades que carecen de instancias judiciales y pueden ser un enorme alivio a tensiones sociales que surgen de conflictos entre ciudadanos individuales (materia de mediación individual) o de conflictos en los que se encuentran involucrados una multiplicidad de actores que hacen más compleja su resolución (y que dan lugar a la necesidad de una mediación comunitaria).

La Argentina ha sido pionera en la región en la utilización de estos mecanismos a nivel formal, incluso como instancias obligatorias previas a la acción jurisdiccional. Es importante ahora aumentar su utilización no formal como herramientas para el acceso a los derechos. Esta tarea puede ser asumida por los muchos mediadores que se han formado en los últimos tiempos en el país, o por quienes ellos formen en las comunidades que carecen de este servicio. Nuevamente, y dado el privilegiado rol que los abogados se han reservado como mediadores en el ámbito judicial, en este nivel tienen la oportunidad de devolver algo de lo que han tomado ejerciendo la mediación como un servicio público para quienes no acceden a él o como formadores de mediadores en las comunidades que lo necesitan. Otra vez son los Colegios de abogados los que deben formar servicios de mediación gratuita e itinerante, así como las facultades de derecho deben formar clínicas de mediación y de formación en mediación para los sectores más desaventajados de nuestra población.

El quinto nivel requiere la existencia de un poder judicial formal, ya que consiste en la representación de los ciudadanos para la defensa de sus derechos en procedimientos reglados jurídicamente ante los tribunales. Este nivel, el de las acciones individuales, es decir, acciones que defienden derechos de ciudadanos tomados en forma aislada, es simplemente el resultado de la regla que obliga a la presencia de un abogado para poner un pie en los estrados judiciales. Este monopolio en el acceso a la justicia a este nivel es su más importante obstáculo, de acuerdo al relevamiento de NJI de CIPPEC, lo que constituye un escándalo de proporciones. En efecto, la democracia ha decidido que, dadas las complejidades del esquema de defensa de derechos, los ciudadanos requieren de la

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traducción de un profesional formado para evitar desigualdades, y le dio a la abogacía ese privilegio en monopolio. Así para defender su vida, su integridad personal, su patrimonio, la tenencia de sus hijos, el ejercicio de sus derechos políticos, los ciudadanos dependen de los abogados. Sin embargo, en los sectores más desaventajados los abogados no están, o están lejos, o son caros.

Es tiempo de movilizar los enormes recursos jurídicos existentes de nuestro país para convertirlos en recursos jurídicos disponibles, es tiempo de que las facultades de derecho y los colegios de abogados asuman de una vez por todas el rol que les compete en la democracia constitucional de forma cabal y de que entiendan que su lugar en el firmamento de los privilegiados no es un capricho sino una necesidad democrática y de que actúen en consecuencia. Las acciones jurídicas individuales no pueden ser abandonadas a los caprichos del mercado para asignar los recursos jurídicos existentes. El mercado tiene fallas y en un país como la Argentina sus fallas producen daños irremediables en los más desaventajados. Estas fallas consisten en que los servicios jurídicos existentes, para no hablar de los mejores, se distribuyen conforme criterios económicos y se apelotonan en las áreas relativamente más aventajadas de nuestras comunidades.

Así los servicios jurídicos gratuitos deben ser parte de la práctica común de los abogados de la misma forma que la atención gratuita en los hospitales es práctica común, prestigiosa y motivo de orgullo de los médicos. Las facultades deben incluirlos como parte relevante de sus planes de estudio, no como meras técnicas de aprendizaje de trámites sencillos sino como servicios jurídicos relevantes y de impacto social. Los Colegios deben también multiplicar sus servicios dramáticamente pero sobre todo ambos deben llevar sus recursos a donde vive la gente (como los médicos van a las salitas de salud de los barrios o utilizan ambulancias y no esperan la urgencia encerrados en los hospitales generales). No es posible minimizar la importancia de la generación de recursos a este nivel.

Existen casos de violaciones de derechos que no pueden ser percibidos por el quinto nivel, dado que la defensa de causas individuales responde a una demanda explícita que percibe esas violaciones

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cuando dañan intereses de personas concretas. Es por ello que las violaciones que se cometen contra un colectivo de personas o daños que por su extensión y distribución no son percibidas a nivel individual requieren la mirada colectiva de las acciones que se analizan en esta publicación. Es en el sexto nivel de acceso en el que las acciones colectivas encuentran su lugar dentro de una política integral de acceso a los derechos.

Esta particular mirada observa las acciones individuales en busca de regularidades y de fallas de la democracia que no pueden ser detectadas a nivel individual: exclusiones de minorías o de mayorías silenciadas, daños colectivos, violaciones de procesos democráticos. En este sentido, el sexto nivel deja de ser modulado por la demanda y comienza a ser dirigido en forma que podría ser calificada de elitista por actores capaces de ejercer este rol. La tarea consiste aquí en detectar violaciones de este tipo y desarrollar estrategias adecuadas de respuesta jurídica. Las acciones colectivas que surgen de la asamblea del 94 son herramientas privilegiadas de estas estrategias.

Esta es la actividad principal de lo que en Argentina se ha dado en llamar la práctica del derecho de interés público: la selección de causas de violaciones de derechos colectivos no capturadas por la práctica individual con el objeto de generar estrategias de litigio adecuadas para defender derechos o y para desarrollar o refinar herramientas procedimentales que hagan más sencillo el trabajo del DIP. Es por eso que también se conoce a esta tarea como la práctica del litigio de impacto, ya que se dirige a lograr modificaciones institucionales a través de una selección cuidadosa de sus batallas.

La práctica del DIP ha sido asumida por facultades de derecho a través de clínicas jurídicas, por organizaciones de la sociedad civil de las más variadas, tales como organizaciones de consumidores y usuarios, de defensa de los derechos de minorías, de reivindicaciones de género, etc y por abogados concientes de sus deberes profesionales. Esta actividad creciente fue tomando fuerza durante una década que le era adversa, pero en la que supo ir desarrollando sus estrategias eficazmente, quizás precisamente por la forma obscena en la que se desguazaban las formas de la democracia

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constitucional. No es ocioso volver a reiterar el impacto que esta práctica ha tenido en la reforma del sistema de control de constitucionalidad en la Argentina y con ella en las formas de la profesión del derecho, reforma de la que deberían tomar nota, si no quieren seguir siendo derrotados, vastos sectores de la abogacía que se niegan a leer la constitución reformada y que insisten en creer que las prácticas de los años noventa se habían instalado irremediablemente.

La práctica de las acciones colectivas detecta también fallas estructurales que necesita de reformas legislativas para ser subsanadas. Es por ello que el séptimo nivel de una política de acceso a los derechos debe desarrollar capacidad para la reforma del derecho conociendo las estrategias más eficaces de lobby a favor de las estrategias del interés público. En efecto, la batalla legislativa supone la presentación de diversos argumentos ante quienes tienen la capacidad de producir normas, y los grupos de interés tienen una gran capacidad de movilización de recursos. Para contrarrestarlos, para aumentar la calidad deliberativa de sus decisiones, quienes trabajan concientemente en la ampliación del acceso a los derechos de los sectores más desaventajados deben trabajar a este nivel para procurarse las herramientas legislativas necesarias para hacer su trabajo. Dada la tarea involucrada: redacción de normas, conocimiento de la legislación existente y de las decisiones jurisprudenciales relevantes, capacidad de persuasión, este es nuevamente un campo fértil para la tarea de abogados y de futuros abogados.

El octavo y último nivel balancea el elitismo que es necesario a toda estrategia de DIP. Cuando los abogados trabajan a favor de ciertos grupos no deben dejar de tener en cuenta que sus estrategias son apenas un instrumento más del paquete instrumental que utilizan los grupos en su intento por acceder a sus derechos. En este sentido deben estar alerta al octavo nivel, el nivel de la estrategia política. En este nivel el abogado debe sentarse junto con sus clientes y ser uno más en la deliberación sobre la mejor forma de llevar adelante los reclamos. El derecho, en este sentido, no debe sustituir a otras herramientas de la política en una democracia constitucional, no debe ser una forma de

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desmovilización ni de interferencia en los procesos de acuerdos deliberativos a los que una sociedad debe tender en su búsqueda por honrar el principio de fraternidad política que a veces supone ceder, o hacer concesiones reales o simbólicas en pos de mantener el lazo comunitario que hace posible la construcción de una sociedad democrática.

Teniendo en cuenta estos ocho niveles es posible identificar con mayor claridad el lugar de las acciones colectivas dentro de un marco de una política de acceso a los derechos. La presente publicación ha sido concebida con el ánimo de subrayar uno de estos niveles, el que ha revolucionado en una década difícil de la historia de nuestro país, la práctica de las profesiones del derecho.

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