CURSO SOBRE INSTRUMENTOS PARA LA IMPLEMENTACIÓN
DE UN SISTEMA ACUSATORIO ORAL
Temuco, 1º de abril de 2004
CURSO SOBRE INSTRUMENTOS PARA LA IMPLEMENTACIÓN
DE UN SISTEMA ACUSATORIO ORAL
Temuco, 1º de abril de 2004
MÓDULO SOBRE CAPACITACIÓN PARA
LA REFORMA PROCESAL PENAL
“Capacitación como fútbol”
Por Andrés Baytelman A.1
Al igual que el resto de América Latina, Chile está inmerso en la reforma de su sistema de
justicia criminal. Dicha reforma tiene componentes muy similares a los que configuran el
cambio en el resto de la región: la sustitución del sistema inquisitivo por uno de raigambre
acusatoria, la separación de funciones entre la investigación y el juzgamiento, la radicación de la
investigación en un Ministerio Público, la creación de tribunales de control de la investigación
como cosa distinta de los tribunales de juzgamiento y la instauración de juicios orales. Tras
varios años de discusión parlamentaria, el Ministerio Público chileno fue creado en el año
1999.
En diciembre del año 2000, la reforma entró en vigencia en la primera zona de
implementación, compuesta por dos de las trece regiones de Chile. El resto del país irá
implementando la reforma de acuerdo con un plan gradual que operará en fases anuales, por
los próximos tres años.
La reforma procesal penal en Chile ha tenido un efecto secundario imprevisto en sus orígenes,
que comienza sin embargo a presentarse como una importante transformación adicional de
nuestra cultura jurídica: las exigencias de la reforma en materia de capacitación están
desarrollando un nuevo paradigma de enseñanza legal, que amenaza lentamente con empezar a
desplazar al tradicional sistema de enseñanza del derecho en nuestro país, al menos en el área
procesal-penal2. Este texto trata sobre este resultado colateral, en la convicción de que la
1 Profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad Diego Portales
2 Hay diferencias de las que hacerse cargo entre la enseñanza del derecho de pre-grado y la capacitación de operadores del sistema,
pero me parece que las ideas que voy a exponer a continuación son igualmente aplicables en ambos casos y, considerando que
2
cultura jurídica3 chilena y el sistema de enseñanza legal que la origina comparte ampliamente
características con el resto de América Latina.
Capacitación e incentivos
Tradicionalmente, la preparación de nuestros operadores de justicia criminal tras la enseñanza
de pregrado ha estado entregada a un sistema más o menos artesanal, que, puesto en relación
con las evidentes y superabundantes necesidades de capacitación de la justicia criminal en
nuestra región, equivale bastante a afirmar que nuestra cultura jurídica no se ha tomado
realmente en serio la capacitación de los operadores de dicho sistema.
En el caso de los jueces, la capacitación sistemática o ha empezado sólo recientemente con la
creación de Academias Judiciales en ciertos países4, o no existe del todo. La defensa penal
pública y el Ministerio Público, a su turno, integran con frecuencia el Poder Judicial y
comparten por lo mismo las características de su capacitación, o bien tienen una existencia que
no permite ningún esfuerzo de capacitación adicional (por ejemplo en Chile, hasta ahora, la
Defensa Penal Pública está mayoritariamente a cargo de estudiantes de derecho recién
egresados, que transitan en práctica por seis meses y luego abandonan la institución) o, por
último, no existen del todo (como el caso del Ministerio Público chileno, que desapareció del
juicio penal hace ya décadas). Los abogados penalistas, a su turno, no han contado más que
con un muy precario, desarticulado y reciente mercado de capacitación de post-grado en el
área, en los países que de hecho cuentan con alguno.
A mi juicio, tal vez el elemento que más contribuya a entender este estado de las cosas, sea la
idea de que en un sistema de justicia criminal de corte inquisitivo hay pocas razones -si es que
hay alguna- para tomarse en serio la preparación tanto de jueces como de abogados, al menos
en el sentido más consistente, con la imagen que tenemos de la profesión jurídica5. Los
incentivos simplemente no apuntan en esa dirección y todo más bien parece invitar a que el
sistema se comporte exactamente del modo en que nuestra región tradicionalmente lo ha
hecho respecto de este tema. Permítanme sugerir que hay tres buenas razones por las cuales un
profesional -digamos un juez o un abogado- quiere, en lugar de volver temprano a su casa y
disfrutar de su familia o gozar de una buena obra de teatro, invertir en cambio esfuerzo,
tiempo y energía - y a veces dinero- para adquirir nuevos conocimientos, nuevas destrezas y, en
nuestra cultura jurídica no se ha hecho cargo de esa distinción - en otras palabras, considerando que en América Latina no ha habido
tradicionalmente algo así como capacitación sistemática de los operadores jurídicos sino desde muy recientemente - voy a referirme,
en general, al modo en que transmitimos nuestros conocimientos jurídicos, indistintamente del nivel en que ello ocurre.
3 En las siguientes páginas voy a utilizar repetidamente la expresión “cultura jurídica”, queriendo aludir con ella al conjunto compuesto
por las normas positivas, la actividad interpretativa en torno a éstas, el modo en que ellas se aplican en la práctica, la percepción de
roles que cada actor de la vida jurídica tiene sobre sí mismo y sobre los demás al interior del sistema, los valores políticos -explícitos e
implícitos- que subyacen a él, la forma de comprender y asumir la enseñanza del derecho y, en fin, la visión global del sistema de
justicia criminal en su conjunto como algo más que la mera sumatoria de las normas que lo integran.
4 En Chile la capacitación sistemática de la judicatura se remonta sólo a la creación de la Academia Judicial en el año 1996.
5 Digamos, la de profesionales en quienes las personas confían sus más preciados bienes y derechos, que actúan bajo pautas más o
menos rigurosas de desempeño profesional, capaces de responder a controles más o menos estrictos respecto de la dedicación que
le confieren a los casos de los que se hacen cargo, del tiempo que le destinan a prepararlos, y del grado de improvisación con que
actúan en ellos; profesionales responsables ante el cliente y la sociedad por sus fracasos y errores; profesionales razonablemente al
día en su dominio de la ley penal y de su procedimiento, entrenados en un conjunto de destrezas analíticas y argumentativas para
presentar su caso con efectividad en los tribunales o resolverlos, según se trate de abogados o jueces.
3
general, para estar en la punta de su disciplina. Esas tres buenas razones son: ingresos, ascenso
y prestigio. La gente se perfecciona porque cree que de este modo va a poder aumentar sus
ingresos, avanzar en su carrera obteniendo ascensos o promociones, o bien porque su prestigio
se vería en jaque si no lo hace, allí donde su prestigio es también una herramienta de trabajo y,
por ende, incide en su carrera y en sus ingresos6. Por ende, si dicha relación no existe –es decir,
si mi perfeccionamiento profesional no tiene mayor relevancia respecto de mi carrera, mis
ingresos o mi prestigio- es perfectamente natural que prefiera conformarme con los
conocimientos que actualmente domino, volver a mi casa tan temprano como pueda, disfrutar
de mi familia y gozar del teatro.
El sistema inquisitivo, me parece a mí, provee un buen ejemplo de un entorno profesional en
donde una mayor perfección profesional no es realmente “rentable”, o lo es muy
marginalmente. Nuestro actual sistema procesal penal no premia una mayor preparación de los
operadores -jueces y abogados-, ni castiga su ausencia. Lo que un abogado necesita para
ganar un caso y lo que un juez necesita para resolverlo, corren por cuerdas muy separadas de lo
que uno pudiera suponer es la mayor preparación profesional que ambos oficios suponen. La
mayor perfección profesional en ambos casos probablemente agregue de manera tan marginal
al éxito o competitividad de cada cual, que sea del todo razonable que ni uno ni otro derrochen
recursos, tiempo y energía en perfeccionarse.
Al contrario, el sistema inquisitivo es sobrecogedoramente indulgente con la ineptitud, la
ignorancia y la falta de destreza de abogados y jueces. Principalmente favorecido esto por la
escrituración y el secreto, un abogado puede perfectamente encontrarse en el tribunal con
resoluciones que no entiende pero que puede responder en la calma de su oficina tras consultar
un manual o conferenciar con un colega (ni hablar de la racionalidad de la conclusión de que
probablemente la destreza que más competitividad le otorgue sea desarrollar su habilidad para
establecer buenas “redes” de funcionarios en los tribunales -y de policías fuera de ellos-, antes
que privilegiar su capacidad de análisis jurídico o su conocimiento de la ley). Los jueces, por su
parte, gozan del refugio de su despacho y escasamente deben rendir cuenta por sus decisiones;
así, pueden con total impunidad rechazar el más perfecto argumento jurídico sin haber jamás
llegado a entenderlo, simplemente poniendo “no ha lugar” al final de la página o -como ocurre
en prácticamente todas las resoluciones de sometimiento a proceso y de acusación- ofreciendo
fundamentaciones puramente formales que no se hacen cargo realmente de los argumentos
presentados6. Por supuesto que –no se ofendan mis colegas- no estoy diciendo que los
abogados y los jueces sean ineptos, poco profesionales o ignorantes, sino solo que, en el
entorno de incentivos construido por el sistema inquisitivo, un abogado o un juez puede ser
inepto, poco profesional o ignorante, y aún así ser perfectamente exitoso y competitivo. A su
turno, un abogado o un juez inteligente, instruido o hábil -amén de honesto- no tiene para
nada asegurada una mayor competitividad o éxito dentro del sistema.
6 Espero no ser considerado egoísta o cínico por enunciar sólo razones egoístas. No se trata de que no haya razones más nobles que
éstas para querer perfeccionarse. Pero, desde el punto de vista del sistema en su conjunto y del modo en que se modela la conducta
de la generalidad de las personas al interior de él -lo cual equivale a decir el modo en que se diseñan políticas públicas- éstas son,
creo, las razones que configuran la estructura de incentivos dentro del mundo profesional para capacitarse.
4
Al contrario, muchas veces, una o algunas de estas cualidades puede perfectamente –aunque,
por supuesto, no necesariamente- jugar en contra del éxito profesional de jueces y abogados:
jueces con mayor conocimiento del derecho que los ministros de su respectiva Corte de
Apelaciones, que ven sus decisiones frecuentemente revocadas; abogados que confían
ingenuamente en sus conocimientos jurídicos litigando contra los actuarios del tribunal
sobornados por la contraparte. El punto es: en el entorno de incentivos del sistema inquisitivo,
la mayor preparación profesional no parece hacer gran diferencia. No parece ser lo
suficientemente rentable como para que valga la pena, desde el punto de vista de los actores,
invertir en ella, en desmedro de, más bien, ocupar tiempo, energía y recursos en las otras
destrezas que el sistema sí parece recompensar (pero que no necesariamente pertenecen a
nuestro imaginario colectivo acerca de en qué consiste la profesión jurídica).
El sistema acusatorio que contempla la reforma procesal penal en Chile -al igual que en el resto
de los países latinoamericanos que están llevando adelante similares reformas- puede cambiar
este entorno de incentivos radicalmente. Yo diría que hay tres elementos adosados al sistema
acusatorio que tienen el poder de producir este cambio: en primer lugar, la publicidad de los
procedimientos, especialmente del juicio oral. La apertura de los tribunales a la ciudadanía (y a
la prensa), suele producir un fenómeno que supera la mera publicidad: los procesos judiciales -
especialmente los juicios penales- capturan la atención de la comunidad, catalizan la discusión
social, moral y política, se convierten en una vía de comunicación entre el Estado y los
ciudadanos a través del cual se afirman valores, se instalan simbologías y se envían y reciben
mensajes entre la comunidad y el Estado. En una frase: la publicidad de los procedimientos
judiciales instala la vida de los tribunales dentro de la convivencia social. Una vez allí, los
abogados y jueces se encuentran con que su trabajo pasa a estar bajo el escrutinio público, en
todos los niveles; las discusiones tienen lugar en salas repletas de abogados y fiscales esperando
su propio turno, ante miembros de la comunidad que están esperando la audiencia de algún
familiar detenido el día anterior (por ejemplo en una sala de prisión preventiva), en ocasiones
con prensa presente si algún caso importante está en la agenda; los abogados tendrán que
argumentar -y los jueces tendrán que tomar decisiones y justificarlas- instantáneamente y en
público, en un contexto en que toda la comunidad estará al tanto de -y dispuesta a- discutir los
pormenores de un caso que convoque su atención. Este contexto, como salta a la vista, ofrece
bastante menos misericordia para con la falta de preparación de jueces y abogados: todo ocurre
vertiginosamente y no hay demasiado espacio para abogados y jueces que no sepan
exactamente qué hacer y cómo hacerlo con efectividad.
El segundo elemento a través del cual el sistema acusatorio puede alterar importantemente la
estructura de incentivos de los operadores jurídicos respecto de la capacitación, es la lógica
competitiva. El sistema acusatorio -particularmente en la versión chilena- está diseñado sobre
la base de una importante confianza en la competencia adversarial, esto es, en la idea de que el
proceso -y especialmente el juicio- promueve el enfrentamiento intenso entre las partes y
apuesta a que dicho enfrentamiento arrojará la mayor cantidad de información sobre el caso, a
la vez que depurará la calidad de dicha información. Este modelo -en el que entraremos más
adelante con mayor profundidad- ha desarrollado toda una nueva metodología de enseñanza y
es probable que exija a los estudios jurídicos alterar sustancialmente la organización de su
trabajo penal. Lo que interesa aquí, sin embargo, es que la situación pública en la que se
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encontrarán abogados y jueces será una que incentivará la confrontación: el sistema incentiva
que, en un entorno de juego justo, los abogados exploren todas las armas legales disponibles,
investiguen todos los hechos, desconfíen de toda la información (y por lo tanto la verifiquen),
detecten todas y cada una de las debilidades en el caso de la contraparte (argumentación y
prueba), construyan su propio caso sobre la base de que la contraparte hará lo mismo, y que,
en consecuencia, cada defecto del caso propio implicará un mayor riesgo de perder. Esto es lo
que abogados y jueces harán en público.
Por cierto, esto no quiere decir que necesariamente todos los casos sean trabajados por todos
los operadores con todo este rigor, pero ésta es la manera de trabajar un caso penal en un
sistema acusatorio, y esto es lo que el sistema necesita y exigirá de los abogados, no como actos
de buena voluntad profesional o de filantropía gremial, sino en el más crudo sentido de
mercado: litigar juicios orales –y dirigirlos- es un arte complejo y exigente, y no hay demasiado
espacio -por no decir ninguno- para la improvisación o el “chamullo”7. Si los abogados no
están preparados, los casos se pierden y se pierden ante los ojos de todo el mundo; si los jueces
no están preparados, las injusticias que ello genera se cometen ante los ojos de todo el mundo.
El tercer elemento que jugará, me parece, a favor de la transformación de la cultura de
capacitación de los operadores jurídicos del sistema penal, es menos tangible y acaso menos
“técnico” pero, creo, poderoso a su turno: el sistema de juicios orales hace el ejercicio de la
profesión de abogado y de juez algo extraordinariamente atractivo, profesionalmente más
digno y más estimulante, allí donde el sistema inquisitivo, me parece, ha hecho de la profesión
algo más tedioso e indigno. Digamos, el sistema inquisitivo ha convertido en una medida
importante, el ejercicio de la profesión en un trabajo de papelería y en el abandono de mayores
pretensiones de excelencia jurídica en la litigación penal, ante el hecho, por una parte, de que
los escritos que se apartan de las formas estandarizadas e intentan profundizar en la
argumentación, el análisis o el conocimiento, tienen altas posibilidades de no ser siquiera leídos
por los tribunales, mucho menos asumidos por éste en la argumentación judicial y, por la otra,
ante el hecho de que mucho más valioso que la excelencia profesional parece ser la capacidad
para desarrollar redes y contactos -muchas veces a través de la pleitesía y el soborno- con
actuarios de baja formación que detentan, sin embargo, un poder de facto sobre los abogados y
los casos. Si a esto le sumamos la rigidez y la formulación ritual del sistema, el resultado es un
entorno profesional poco atractivo, tedioso, poco estimulante y de bastante menos dignidad
que el que seguramente formó alguna vez la fantasía vocacional del abogado penalista. A los
jueces no les va mejor, también su trabajo los aparta de las personas que conforman las causas
que están llamados a juzgar; sus casos son resueltos sin que ellos hayan visto realmente toda la
prueba, muchas veces sin siquiera conocer al imputado o a la víctima; dependen de un sistema
de actuarios que ha demostrado tener cuotas importantes de corrupción, muchas veces a
espaldas del juez con abuso de cuyo nombre están corrompiendo la administración de justicia;
el trabajo de juez consiste en buena medida en leer lo que estos actuarios han escrito y
sancionar ese trabajo con pocas posibilidades de control; los jueces -llamados a investigar y
resolver- casi nunca investigan realmente y casi siempre resuelven en condiciones precarias
respecto de la información que necesitarían para tomar el tipo de decisiones que les hemos
confiado. Si a todo esto le agregamos un entorno laboral altamente jerarquizado, al interior del
cual el juez de rango inferior debe pleitesía a sus superiores y puede en cualquier momento ser
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perjudicado por cualquiera de éstos a voluntad, contando de esta manera con tanta
independencia (y futuro) como sus superiores quieran graciosamente concederle, la situación
de los jueces esta todavía más cerca de la indignidad que la de los abogados.
En este escenario -digamos, un escenario que apuesta a que los elementos recién descritos,
especialmente la introducción de una lógica competitiva, tiene poder para cambiar las cosas-,
siempre estuvo claro que la capacitación jugaría un rol clave en la implementación y en el éxito
de la reforma. El modelo competitivo descrito más arriba requiere que los operadores sean
capaces de competir. Operadores mal preparados inevitablemente vician el modelo, no sólo en
el sentido más obvio (en cualquier trabajo se requiere que los trabajadores sepan cómo
trabajar) sino de un modo más estructural y que apunta al modelo mismo: el sistema apuesta
por la competencia en un entorno de juego justo y por la estricta distribución de roles; la
justicia del sistema está confiada en que cada cual cumpla su rol dentro de este procedimiento
de competencia. Si uno de los actores no está en condiciones de cumplir su rol dentro del
juego, los equilibrios se rompen y la justicia del modelo cae. Por lo general, la deficiencia de
alguno de los actores tiende a querer ser corregida por alguno de los otros, lo cual desvirtúa el
sistema al diluir la estricta distribución de roles y la lógica competitiva sobre la que el modelo
descansa. Ejemplo clásico de esto, observado frecuentemente en América Latina, lo proveen
sistemas en que los jueces comienzan a intervenir activamente en la producción de la prueba
durante el juicio para suplir los defectos de los abogados defensores o de los fiscales.
La implementación de la reforma requiere, en consecuencia, una atención seria sobre el sistema
de capacitación de los operadores y esto estuvo claro bastante tempranamente en el diseño del
proceso de implementación de la reforma en Chile (lo cual, por supuesto, no equivale
necesariamente a decir que en Chile de hecho se haya capacitado seriamente a todos los actores
de la reforma).
Cambio cultural, capacitación cultural
Lo que sí representó una novedad descubierta sobre la marcha fue el hecho de que la
capacitación jurídica tradicional -digamos, el modo de enseñanza clásico en nuestras escuelas
de derecho- se reveló muy ineficiente para formar a los operadores jurídicos que la reforma
necesitaba. La reforma representa, acaso más que ninguna otra cosa, un cambio de paradigma
cultural respecto del derecho en general y del derecho procesal penal en particular. La
capacitación de sus actores no consiste tanto en una cuestión de información, sino en una
modificación del paradigma, de la cultura, una específica forma de aproximarse al derecho en
general y al proceso penal en particular, de interpretar sus normas y de aplicarlas. Más que
sobre “información”, si se quiere, la reforma es -y la capacitación debe en consecuencia serloacerca
del método. Ese método, por cierto, requiere información, pero la transmisión de esa
información es el menor de los problemas que enfrenta la capacitación. Lo que realmente
representa una barrera difícil de superar es que por primera vez requiramos una capacitación
“cultural” (en todos los sentidos de la tercera nota al pie) más que una capacitación “legal”. El
sistema de capacitación tiene que remover una cultura y construir otra, tiene que destruir
instituciones e ideas profundamente arraigadas en nuestra cultura jurídica y, en cambio,
sustituirlas con otras que, sólo en la medida en que se institucionalicen y se instalen dentro de
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nuestra cultura jurídica lograrán realmente realizarse. Los ejemplos son casi tan vastos como la
reforma misma. Consideremos la prisión preventiva, una institución profundamente arraigada
en nuestra cultura jurídica. Sin embargo, el modelo acusatorio -cuya instalación expresamente
persigue, a la par con otros objetivos, consolidar ciertas exigencias que el debido proceso y la
democracia hacen al procedimiento penal- es mucho más restrictivo en el uso de esta
institución. Los nuevos códigos procesal-penales desarrollados por las distintas reformas a lo
largo del continente contienen invariablemente nuevas normas relativas a la prisión preventiva
que, en un nivel o en otro, dan cuenta de esta reticencia a la utilización amplia de esta
institución. No obstante, en este nivel la regeneración cultural es sustantiva y marcadamente
política: se trata de las ideas políticas y de los valores sociales de nuestra comunidad a los que
queremos que nuestro proceso penal responda (por ejemplo, en el caso de la prisión
preventiva, el valor de que los ciudadanos no puedan, salvo en muy contadas ocasiones, ser
encarcelados sin un juicio previo).
El verdadero problema de la capacitación no consiste en que los operadores aprendan las
nuevas normas, sino que abandonen la idea tan culturalmente arraigada en nuestras conciencias
de que (al menos en una amplísima franja de la criminalidad) estar acusado de un delito y estar
en prisión preventiva períodos prolongados de tiempo son equivalentes. En cambio, la
capacitación debe ser capaz de instalar nuevas ideas culturales respecto de esto: por ejemplo,
que el castigo, si es debido, llegará una vez que nos hayamos asegurado a través del juicio o de
otro mecanismo autorizado que en verdad estamos lidiando con el culpable y no con un
ciudadano injustamente incriminado. Esta pregunta es, entonces, el verdadero núcleo del
problema de la capacitación para la reforma procesal penal, y casi me atrevería a decir para
cualquier reforma en el sector justicia en América Latina: ¿Cómo se construye cultura? ¿Cómo
amanecemos un día y abandonamos aquellas convicciones que -conscientemente o no, por
convicción o por adoctrinamiento, por fortuna o por aberración- han estado con nosotros
desde siempre? ¿Cómo amanecemos un día y hacemos propias convicciones que, no importa
cuánto complazcan nuestra razón o nuestra moral, no tienen sino esa pura existencia
intelectual en nosotros, existencia incómoda y en conflicto con las intuiciones que más
entrañablemente reconocemos en nuestro interior? (“Vi con mis propios ojos al ladrón cuando
estaba robando la radio de mi auto... ¿por qué no lo vamos a poner en la cárcel desde ya? Los
delincuentes salen libres al día siguiente de su detención, con total impunidad...”).
Capacitación como filosofía
¿Cómo generamos cultura? Este es el núcleo del problema de la capacitación. No obstante,
éste es un problema del cual la enseñanza “tradicional” del derecho en Latinoamérica no puede
hacerse cargo: la enseñanza “tradicional” del derecho procesal en América Latina está diseñada
para perpetuar un conjunto de información y de prácticas consolidadas desde el eterno ayer,
sin ninguna capacidad de superarse a sí misma. La enseñanza tradicional del derecho procesal
chileno es un área profesional que no tiene ninguna capacidad de innovación. Se caracteriza
básicamente por poner su énfasis en la transmisión de información (de datos, como por
ejemplo, qué dice tal norma, o qué dice tal persona) al interior de pretensiones más bien
enciclopédicas respecto de toda la enseñanza jurídica (que el alumno domine al menos
generalmente todos los temas de casi todas las disciplinas), a través de clases más bien
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discursivas y más o menos abstractas, que deben ser incorporadas, comúnmente de memoria, y
reproducidas por el estudiante.
Infinitas veces, lo que los profesores de derecho llaman “clases activas” o bien “privilegiar la
aplicación por sobre la repetición memorística” no se traduce sino en la revisión más bien
superficial de algunos casos concretos, que -al menos en el caso del derecho procesal penalestán
a años luz de reflejar la profunda complejidad y los verdaderos problemas que hay detrás
de un modelo de justicia criminal. La evidencia está documentada: salvo muy individuales y
contadas excepciones - particularmente en el caso de Argentina- no ha habido en
Latinoamérica una producción académica realmente innovadora en décadas y, de hecho, la
literatura procesal-penal que instruye a nuestros abogados, con frecuencia apenas compila
repetitiva y matemáticamente las normas positivas, desprovistas del contexto socio-político al
que ellas responden, de relación fina con el funcionamiento concreto del sistema en su
conjunto, y de referencia a los desarrollos comparados. Los manuales de derecho procesal
apenas dedican unas pocas páginas -a veces unas pocas líneas- a los principios del debido
proceso, allí donde el derecho procesal penal moderno tiende a ser una disciplina marcada por
la utilización de estos principios más que de reglas, al menos en sus decisiones más
trascendentales. Allí donde el derecho procesal penal moderno ha convertido las principales
discusiones procesal-penales en temas constitucionales, nuestros autores siguen entrampados
en si el derecho procesal-penal y el derecho procesal civil pertenecen o no a una misma “teoría
general del proceso”, en la memorización de plazos, en la distinción entre “proceso” y
“procedimiento” y en descifrar la misteriosa “naturaleza jurídica” de los actos y resoluciones.
Podríamos llamar a este paradigma de enseñanza legal, “derecho como filosofía”, para
distinguirlo del modelo que quiero exponer luego. Supongo que los filósofos podrían
ofenderse con toda razón por la sugerencia de que hay un símil entre esta caracterización del
derecho y la filosofía. Sin duda la filosofía ha sido desde siempre un sistema de conocimiento
en constante evolución y sin duda además está lejos de representar el paradigma de la
repetición memorística desprovista de análisis y profundidad. Lo único que quiero sugerir, sin
embargo (y sin duda abusando de la imagen popular sobre los filósofos, más bien cercana al
personaje del doctor en las obras de Molière) es que, al modo en que la filosofía
frecuentemente lo hace, el sistema tradicional de enseñanza del derecho en Chile es un modelo
de transmisión de conocimientos de carácter discursivo, enciclopédico, marcadamente
conceptual y abstracto, que en el caso al menos de nuestro derecho procesal penal, tiene
además ingrediente que lo deterioran: su falta de vigencia -su aislamiento del resto del mundo y
de los desarrollos no sólo teóricos, sino también empíricos en torno a los sistemas de justicia
criminal comparados- su tradicional incapacidad de innovar y su renuencia a hacerse cargo del
sistema penal en su conjunto, construyendo una “dogmática” aislada del funcionamiento
concreto del sistema, de la información empírica en torno a él y de su carácter político.
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Capacitación como fútbol
Los primeros intentos de capacitación para la reforma procesal penal en Chile, también
partieron con este modelo de enseñanza, consistente básicamente en la explicación discursiva y
abstracta de las instituciones de la reforma. Hacia el año 1997, sin embargo, el equipo procesalpenal
de la Universidad Diego Portales (Santiago, Chile) empezó a incorporar paulatina pero
intensamente, una disciplina nueva, a la cual nos referimos como “Litigación”, a pesar de que
el sustantivo (iluminadoramente) jamás ha sido parte de nuestro vocabulario jurídico. Se trata
de una disciplina tomada fundamentalmente de la experiencia norteamericana y está diseñada
para adiestrar a abogados y jueces en el arte de litigar y dirigir juicios orales. Esta disciplina
opera sobre la base de dos premisas, una sustantiva y una metodológica.
La premisa sustantiva consiste en que litigar y dirigir juicios orales es, redundancia aparte, una
disciplina: no es en absoluto una cuestión entregada al talento intuitivo de los participantes.
Abandonar la litigación o la dirección de juicios orales a la pura improvisación artesanal de
jueces y abogados –por talentosos que sean- no es más que una total falta de profesionalismo
y, desde luego, un riesgo tan extremo como absurdo desde el punto de vista del desempeño y
del resultado de estos profesionales. En cambio, existe una muy sofisticada tecnología que
puede aprenderse y entrenarse básicamente por cualquier persona. Esta disciplina está lejos de
consistir en técnicas de oratoria o desarrollos de la capacidad histriónica, como los prejuicios
de nuestra comunidad jurídica suelen creer. En cambio, la idea que le subyace es que el juicio
es un ejercicio profundamente estratégico y que, en consecuencia, comportarse
profesionalmente respecto de él consiste -particularmente para los abogados, pero esta visión
altera también radicalmente la actuación de los jueces- en construir una teoría del caso
adecuada y dominar la técnica para ejecutarla con efectividad. Esta visión del juicio y del
trabajo de abogados y jueces en él, es radicalmente distinta al modo en que nuestra actual
cultura jurídica percibe esta instancia. Nuestra actual cultura en torno al juicio se espanta con
facilidad ante la idea de que el juicio sea algo “estratégico”: “la verdad no es estratégica” -dirían
nuestras ideas culturales- “la verdad es la verdad, y los avances estratégicos no son sino un
intento por distorsionarla... la verdad ‘verdadera’ lo único que requiere es ser revelada, tal cual
ella es... así, completa y simplemente, sin estrategias de por medio...”. Esta idea tan presente en
nuestra cultura jurídica, sin embargo, no comprende qué quiere decir que el juicio sea un
ejercicio estratégico. Desde luego, no quiere decir que haya que enseñarle a los abogados como
distorsionar la realidad de manera de poder engañar a los jueces, ni que éstos últimos tengan
que ser siquiera mínimamente tolerantes con esta clase de artimañas. En cambio, la imagen del
juicio como un ejercicio estratégico asume dos ideas, ambas distantes de nuestra actual visión
acerca del juicio penal. La primera idea es ésta: LA PRUEBA NO HABLA POR SI SOLA. A
veces una porción de su valor es auto-evidente, pero prácticamente nunca lo es en todo el
aporte que la prueba puede hacer al caso de una parte. De lado, la prueba siempre consiste en
versiones, relatos subjetivos y parciales, compuestos por un conjunto de información
heterogénea en cuanto a su origen, amplitud y calidad (de manera que no hay tal cosa como
asumir que la prueba simplemente “revela la verdad”); por otra parte, la prueba tiene su
máximo aporte de información y de peso probatorio en relación con la totalidad del caso y con
el resto de la evidencia, de manera que sólo en la medida que esas relaciones sean relevadas, la
prueba aporta al caso toda la extensión -en cantidad y calidad- de la información que posee.
Como contracara, no importa qué tan deliciosa sea la información que una prueba contiene en
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relación con el caso, dicha información puede perfectamente ser entregada de una forma tan
estratégicamente torpe y defectuosa, que su contribución disminuya ostensiblemente, allí
donde dicha información realmente ayudaba a reconstruir los hechos. Concebir al juicio como
un ejercicio estratégico no consiste en distorsionar la realidad, sino en presentar la prueba del
modo que ella más efectivamente contribuya a reconstruir “lo que realmente ocurrió”. No es
éste el lugar para desarrollar estos temas en detalle. Toda la idea que quiero incorporar a estas
alturas es que al concebir al juicio estratégicamente, importa asumir que la prueba no habla por
si sola, sino a través de los litigantes, y los litigantes pueden presentarla de manera que ella
revele en toda su plenitud la información que posee, o bien pueden hacerlo de un modo que
dicha información naufrague en un mar de detalles insignificantes, pase inadvertida por otras
miles de razones, pierda credibilidad, omita información o la entregue de un modo que no
convoque adecuadamente la atención del tribunal. Siendo así, la disciplina de litigación provee
herramientas para aproximarse estratégicamente al juicio: le enseña a los alumnos cómo
construir una “teoría del caso” adecuada; cómo examinar a los testigos propios, extraer de ellos
la información que dicha teoría del caso requiere y fortalecer su credibilidad; cómo
contraexaminar a los testigos de la contraparte y relevar los defectos de su testimonio; cómo
examinar y contraexaminar peritos; cómo utilizar prueba material y documental; cómo utilizar
el alegato de apertura y el alegato final y, en fin, cómo proveer al tribunal de un “punto de
vista” desde el cual analizar toda la prueba. Lejos de engañar a los jueces, la aproximación
estratégica al juicio los provee con más y mejor información, situándolos en una mejor
posición para resolver el caso. La segunda idea que subyace a la idea del juicio como un
ejercicio estratégico está íntimamente vinculada a la anterior: si el juzgamiento penal y la
construcción de “lo que realmente ocurrió” es algo complejo, lleno de versiones, ángulos,
interpretaciones y prejuicios, entonces la mejor manera de producir la mayor cantidad posible
de información, a la par que depurar “el grano de la paja”, testeando la calidad de la
información con arreglo a la cual el caso se va a juzgar, es a través de un modelo que estimule
la competencia entre las partes, en un entorno de juego justo garantizado por el tribunal. De la
mano con esto y como consecuencia natural, la estricta separación de roles.
Las partes, a través de la competencia, aportarán cada una toda la información que la otra haya
decidido omitir, a la vez que relevarán todos los defectos de la información contenida en la
prueba de la contraparte a través del contraexamen, las objeciones y los alegatos. Esta
comprensión del juicio supone hacerse cargo -como la disciplina de litigación lo hace- de cada
rol especifico y de los distintos intereses, poderes y funciones que concurren en cada uno de
ellos. La premisa metodológica tras la disciplina de litigación, a su turno, consiste en desplazar
la imagen de capacitación como “instrucción” hacia la imagen de capacitación como
“entrenamiento”. Consistente con esto, todo el curso está estructurado sobre la base de
simulaciones. Este modelo de enseñanza, más que a la filosofía, se parece al fútbol: para
aprender a jugar, hay que jugar. Y hay que jugar mucho. Por supuesto que un jugador de fútbol
debe tener cierta información: debe conocer las reglas del juego, debe conocer a sus
compañeros de equipo y sus capacidades, debe conocer las instrucciones del director técnico,
los acuerdos estratégicos del equipo y las jugadas practicadas en los entrenamientos.
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Pero nadie es realmente un jugador de fútbol por ser capaz de repetir de memoria las reglas de
la FIFA. El modelo de litigación se hace cargo de esta idea y pone a los alumnos a litigar casos
simulados sobre la base de una cierta técnica que el curso enseña y que los alumnos -lo mismo
que los jugadores respecto de las reglas de la FIFA- deben conocer. Igual que en el fútbol, la
técnica está escrita y probada, pero no es posible aprender nada de ella –absolutamente nadasino
a través de un entrenamiento intenso en su utilización. La pizarra es sin duda útil, pero el
verdadero entrenamiento para el partido se hace en la cancha. Sólo allí el jugador sabe si es
capaz de tomar parte en las jugadas que le han asignado en el camarín.
El módulo básico de litigación utilizado en la Universidad Diego Portales está estructurado
sobre la base de los siguientes contenidos:
1) Teoría del caso;
2) Examen directo (de testigos);
3) Contraexamen (de testigos);
4) Prueba material y declaraciones previas;
5) Examen y contraexamen de peritos;
6) Objeciones;
7) Alegato de apertura;
8) Alegato final;
9) La función del juez: dirección del debate e incidentes;
10) La función del juez: fallo y razonamiento.
Cada clase está dedicada a un tema específico, cada clase, sin embargo, asume los temas
anteriores y, por lo tanto, agrega una complejidad adicional a la técnica; cada clase cuenta con
un texto que explica la técnica del respectivo tema, lo mismo que uno o más casos diseñados
especialmente y respecto de los cuales los participantes tienen cierta información básica con la
cual deben simular. Las distintas necesidades y restricciones de cada público, han generado
distintos diseños específicos del mismo programa, en modelos que van desde sesiones de tres
horas, dos veces a la semana, hasta compactos continuos de varios días simulando un
promedio de ocho horas diarias. En cuanto a la clase específica, una primera parte - menorreleva
y discute los principales elementos del respectivo tema. El resto del tiempo es utilizado
para simular: los participantes conducen exámenes de testigos o peritos, sobre la base de la
información del caso que han estudiado con anticipación. Luego de cada ejercicio los
participantes reciben retroalimentación de los profesores. Cada clase esta compuesta por un
máximo de 20 participantes y un mínimo de 2 profesores.
Originalmente el curso de litigación pretendía ser una natural contraparte de los ramos más
teóricos de derecho procesal-penal. Sin duda es eso. Pero cuando el modelo fue aplicado a la
capacitación de operadores para la reforma procesal penal, sus implicancias como metodología
de enseñanza trascendieron inimaginablemente.
Este modelo de enseñanza fue probado por primera vez con jueces y abogados en ejercicio
durante el primer postítulo que la Universidad Diego Portales ofreció sobre la reforma, en
1997. En este programa, tras una extensa revisión clásica de los distintos aspectos de la
reforma procesal penal, se incorporó al final del curso, un módulo básico de litigación. Esta
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primera ocasión empezó a delinear lo que la experiencia subsecuente confirmó: la
aproximación a través del módulo de litigación trascendía el mero entrenamiento de destrezas
para el juicio, produciendo además, un impacto sustancial en la comprensión teórica que los
participantes desarrollaban acerca del mismo. Los alumnos jamás entienden mejor la teoría que
cuando es experimentada en carne propia a través de las simulaciones. La reforma es, más que
nada, un cambio de lógica; esa lógica puede ser explicada, pero no necesariamente transmitida
con el mero traspaso de información. Sin embargo, el módulo de litigación conseguía
precisamente este efecto en los participantes: instalar la lógica, el método, la cultura detrás de la
información, tanto más sorprendentemente considerando que los alumnos de post-título eran
abogados y jueces con años de ejercicio profesional. Uno podía gastar meses enteros
discutiendo la imparcialidad del tribunal o el derecho a defensa, pero nunca los alumnos
realizaban las ideas detrás de dichos principios tan claramente como cuando el juicio en el que
estaban participando ponía a los jueces a intervenir de un modo que una de las partes
consideraba injusto, o que el defensor estimaba lo dejaba en la indefinición; uno podía gastar
meses hablando discursivamente sobre la presunción de inocencia, pero los alumnos jamás
realizaban tan claramente el principio como cuando llegaba el momento de justificar la
satisfacción de un cierto estándar de prueba por parte del fiscal y la justificación de dicho
estándar por parte del tribunal; uno podía gastar meses explicando el hecho de que la
investigación del fiscal es estrictamente preparatoria y, aun así, los participantes jamás
descubrían el verdadero significado de ello hasta que la contraparte comenzaba a objetar las
referencias del fiscal a “lo que consta en el expediente” y a oponerse a las lecturas de informes
en la audiencia del juicio; uno podía gastar meses en discutir teóricamente qué tipo de
preguntas están permitidas y cuáles prohibidas, pero la visión de todos cambiaba al enfrentarse
con la práctica del examen de testigos en la simulación.
A su turno, la aproximación de los alumnos a través de la litigación, proporcionaba
herramientas importantes para dotar de contenido concreto a las normas e instituciones del
juicio mismo, así como de otros momentos del proceso. Por ejemplo, si desde la tecnología de
litigación resulta claro que el contraexamen prácticamente siempre arroja mayor información
sobre una prueba -y muchas veces esa mayor información cambia dicha prueba o su
credibilidad radicalmente- ¿cómo era posible aceptar la lectura de informes cuando el perito no
está disponible para ser contraexaminado? Y si el Código contempla dicha norma, ¿no debía
ella ser aplicada con extraordinaria cautela por el tribunal, so riesgo de producir indefensión? Y
en los casos en que la lectura de dichos informes fuera permitida, ¿no debía el tribunal
preocuparse por compensar el daño que la ausencia de contraexamen producía a la
contraparte? ¿Y no conllevaba eso la posibilidad de que el tribunal creara medidas de resguardo
o excepciones no contempladas en el Código (por ejemplo permitir la incorporación de
peritajes de refutación no anunciados en la audiencia de preparación del juicio)? Otro ejemplo:
si desde la tecnología de litigación resultaba claro que el fiscal tenía un caso extremadamente
débil, y si tampoco parecía que pudiera obtener sustancialmente más pruebas, ¿no debía eso de
alguna manera impactar en la decisión sobre la prisión preventiva? ¿No podía la defensa
argumentar –y el juez oir atentamente- algo así como “su señoría, si fuéramos a juicio hoy mi
cliente estaría libre mañana, dada la fragilidad del caso que el fiscal tiene contra él, sin embargo,
ahora está tratando de reemplazar la pobreza de su caso con la prisión preventiva, que parece
no exigirle siquiera demostrar una seriedad prima facie de su prueba”? Desde luego, esa misma
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tecnología de litigación había permitido que los alumnos terminaran de dar contenido a la
centralidad del juicio como modo de resolución del caso y, por lo mismo, que se mostraran
igualmente renuentes a exigir evidencia en esta etapa hasta convertir la audiencia de prisión
preventiva en un prejuicio.
Pero el problema de los equilibrios y de la ponderación de principios, es el gran tema en los
sistemas modernos de enjuiciamiento criminal, un tema más que sustantivo, a cuya discusión,
para sorpresa de todos, el modelo de litigación comenzó a influir importantemente.
El modelo de enseñanza provisto por el módulo de litigación se reveló muy eficiente para
generar cambios culturales considerables en los participantes, al menos en cuanto a la
instalación de la lógica acusatoria y a la lógica del juicio oral. Siendo así, la siguiente innovación
metodológica consistió en trasladar el módulo de litigación al inicio del programa: antes de que
los participantes hubieran escuchado prácticamente nada de la reforma misma o del nuevo
código procesal penal - antes que conocieran una sola de sus normas- eran sometidos a un
módulo de entre 30 y 40 horas de litigación que abarcaba más o menos la mitad de todo el
programa (fuertemente rebajado en cuanto a su contenido más academicista). La idea fue
instalar la lógica del juicio oral -que es, en realidad, la lógica de todo el sistema- antes que
ninguna otra cosa, de modo que toda discusión teórica o positiva se hiciera luego sobre la base
de esa lógica ya experimentalmente instalada. El juicio oral, entonces, pasó a ocupar
aproximadamente la mitad del programa y, por otra parte, todo el juicio oral era revisado desde
la metodología de litigación en lugar de clases expositivas acerca de las normas. Una vez que
dicha lógica estaba instalada, se discutía desde allí todo el resto del sistema (inicio del
procedimiento, discrecionalidad del Ministerio Público, los actores del sistema, la investigación
criminal, salidas alternativas, etapa de preparación del juicio oral, medidas cautelares y
recursos), lo cual a su turno, iba por sí develando los demás aspectos de la reforma que antes
solían dar lugar a clases independientes y discursivas (por ejemplo quiénes son los nuevos
actores del sistema, sus roles, facultades y controles, los aspectos económicos y
organizacionales de la reforma, u otros principios hasta ahora no tratados). Este cambio reveló
tener un impacto profundo en las discusiones dogmáticas: cualquier -y toda- teoría del proceso
penal tenía que hacerse cargo de la lógica acusatoria del juicio oral a la que los participantes ya
habían sido expuestos y que en buena medida ya habían adoptado.
Las implicancias fueron vastas: la disciplina de litigación produjo una nueva manera de
aproximarse no sólo al entrenamiento de las destrezas requeridas por abogados y jueces, sino a
toda la teoría del proceso penal. Ninguna dogmática procesal penal puede a estas alturas
disertar sobre la etapa de investigación sin hacerse cargo de la policía y de sus relaciones con el
Ministerio Público; a su turno, ninguna dogmática puede hacerse cargo seriamente de estas
relaciones sin tener una idea precisa acerca de cómo un fiscal litiga un juicio y, por lo mismo,
cómo debe la policía obtener evidencia y contribuir a la teoría del caso del fiscal, a la vez que
cómo debe la teoría del caso del fiscal construirse desde la evidencia aportada por la policía,
esto nos lleva de vuelta a la construcción estratégica de una teoría del caso, la ejecución de esa
teoría del caso en el juicio, las reglas de credibilidad y, en fin, la tecnología para litigar juicios
orales. Del mismo modo, no es posible hacerse cargo seriamente del modo en que los fiscales
seleccionan casos a través de la discrecionalidad, salidas alternativas o procedimientos
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abreviados, sin tener una idea bastante precisa acerca de “qué cuenta” en términos de prueba
en el juicio oral, qué hace la credibilidad de dicha prueba y, en definitiva, qué tan fuerte o débil
es el caso sometido al test del juicio oral y la litigación. Desde estas grandes instituciones
dentro del proceso, hasta pequeñas y concretas normas como la prohibición de preguntas
capciosas o sugestivas o las facultades disciplinarias del tribunal, pasando por aspectos
aparentemente tan pedestres como el sistema de registro del juicio, son de una comprensión
pobre sin una idea concreta y precisa acerca de cómo se litigan y cómo se dirigen juicios orales.
La disciplina de litigación ofrece una tecnología lo suficientemente concreta y precisa como
para, entre otras osas, permitir la explicación teórica y la adopción de opciones interpretativas
respecto de las instituciones y normas en cuestión. Paralelamente, varias experiencias con
jueces -incluyendo el programa de formación general de la Academia Judicial y a los propios
jueces que atendían el Diplomado sobre la reforma en la UDP dieron cuenta de que, pese a
que la capacitación de jueces para la reforma exige diseñar un programa que se haga cargo de
simular el rol especifico de éstos en la función de control de garantías y en la de dirección del
juicio oral, un conocimiento cabal del rol de las partes y de la dinámica de litigación reveló ser
un punto de partida clave para cualquier capacitación más específicamente orientada al mundo
judicial. Del mismo modo en que la comprensión profunda y vivencial del modo de litigación
en juicios orales arroja una luz poderosa, por ejemplo, sobre cómo y en qué grado la
investigación es estrictamente preparatoria, así también ilumina la función del juez tanto en el
control de garantías como en el juicio oral. Por ejemplo, la exigencia al Ministerio Público de
presentar un caso prima facie serio cuando pide la prisión preventiva (cosa, me parece, más
que deseable) sólo es posible si el juez tiene una visión suficientemente cabal del modelo de
litigación en juicios orales como para poder razonablemente especular sobre la admisibilidad y
peso probatorio del caso que el fiscal presenta. Digamos: por grave que sea el delito que el
fiscal tiene entre manos –por ejemplo, un homicidio-, el fiscal no puede venir a pedirle a un
juez que decrete la prisión preventiva sobre la base de un rumor o de que la policía “sabe” -por
“olfato policial”- que detuvo al culpable. Esto ocurre más que frecuentemente en nuestro
continente, en donde muchas veces se decreta la prisión preventiva con el puro mérito del
parte policial y diligencias policiales jamás verificadas. No se trata de que el juez de garantías
pueda dirigir la investigación del Ministerio Público, ni de que la audiencia de prisión
preventiva sea un pre-juicio, pero, si el fiscal quiere prisión preventiva, tiene que ir al tribunal al
menos en condiciones de explicarle al juez qué prueba posee, y tiene además que estar
dispuesto a que el juez no necesariamente crea en su pura palabra. Ahora bien, para poder
convertir esta presentación del fiscal en un estándar de seriedad prima facie, el juez tiene que
tener el juicio en la cabeza, tiene que poder evaluar al menos inicialmente qué va
probablemente a ocurrir con esta prueba en el juego adversarial del juicio, al menos para evitar
que un acusado soporte los costos de una acusación que no tiene ninguna posibilidad de ser
exitosa en juicio. Sólo con el juicio oral en mente es que el juez puede decirle al fiscal que no
está dispuesto a decretar la prisión preventiva en un caso en el que el fiscal prima facie no tiene
ninguna posibilidad de ganar (ya habrá que ver cuál es exactamente el estándar), de manera que
si quiere la medida cautelar tiene que llevar un mejor caso al tribunal.
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En el caso de los jueces del juicio, el conocimiento profundo del rol de las partes y de su modo
de litigación es todavía más intensamente determinante de su propio rol: desde el hecho de que
los jueces no saben prácticamente nada del caso y descansan sobre el trabajo de las partes para
informarse y poder juzgar, hasta la posibilidad de evaluar cuándo una línea de contraexamen es
relevante o prejuiciosa, atendida la teoría del caso de ambas partes. Así por ejemplo, sólo
entendiendo a cabalidad cómo operan no sólo las reglas del contraexamen de testigos, sino
además su técnica, es que el juez está en condiciones de decidir límites -y por lo tanto resolver
incidentes- acerca de la introducción de registros de la investigación, por lo general prohibida
salvo ciertas excepciones que convocan la ponderación de principios por parte del juez.
De esta suerte, someter a los jueces al programa básico de litigación probó ser una
introducción imprescindible a un módulo que respondiera a las necesidades más especificas de
la labor judicial. A su turno, la primera fase de un módulo más específico está reflejada en los
últimos dos temas de los contenidos más arriba enumerados, temas que no estaban
originalmente incorporados en el programa de litigación. La metodología para los jueces
también consistía en la simulación de casos, esta vez para resolver incidentes y fallar juicios.
Ante el impacto de la lógica de litigación y de su metodología, el siguiente paso fue intentar
reproducir la lección del módulo de litigación en el resto del programa: aproximarse a los
demás temas teóricos desde un modelo de enseñanza que pusiera el énfasis en la aproximación
casuística, concreta y práctica más que en la teoría general y abstracta (hacer que los jugadores
jueguen fútbol en lugar de que hablen acerca de él). De esta suerte, la mitad más “teórica” del
programa fue re-estructurada: las clases discursivas fueron reducidas a la mitad -
aproximadamente un cuarto del total del post-título, y destinadas más bien a discutir algunos
temas seleccionados por su particular importancia, pero sin pretensiones de revisarlos
exhaustivamente. El resto de las clases -otro cuarto del total del post-título- fue destinado al
análisis concreto de casos, a través de los cuales se van revisando las normas concretas, las
ideas políticas subyacentes en ellas y los problemas asociados a su implementación.
De más está decir que esto no significa renunciar a tener pretensiones teóricas o dogmáticas
respecto del proceso penal, todo lo contrario, este modelo de enseñanza exige más bien
tomarse en serio las ideas teóricas y las posturas políticas respecto del proceso penal, revisando
su materialización en la práctica y en los roles concretos que la profesión jurídica y la sociedad
generan a partir de dichas teorías y valores: cuando el programa de capacitación trata, por
ejemplo, las medidas cautelares a través del análisis de casos concretos, la formulación de esos
casos, los elementos que ellos incorporan, las posibles soluciones que el caso admite y las
soluciones que el caso proscribe sin duda responden a opciones teóricas y políticas que, en su
conjunto, conforman una cierta dogmática. Pero hay un mundo de diferencias entre discutir
conceptualmente el hecho de que la prisión preventiva sea excepcional o cuáles sean las
causales que la autorizan y discutir, en cambio, qué hechos concretamente justifican su
utilización (¿es importante que se trate de un homicidio en lugar de un hurto? ¿es importante
que parezca haber un caso poderoso de legitima defensa? ¿es importante considerar qué tan
fuerte -al menos prima facie- es el caso de la fiscalía? ¿es importante saber si el sujeto ha
cometido delitos con anterioridad? ¿es lo mismo que haya sido condenado o sobreseído por
esos delitos previos? ¿es lo mismo que los delitos previos sean de la misma especie que el
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actual, o de una naturaleza completamente distinta? ¿da lo mismo que esos otros delitos hayan
sido cometidos muchos años antes? ¿cuántos años antes empieza a tener o perder importancia?
¿es lo mismo si el imputado lleva ya seis meses en prisión preventiva o si acaba de ser
detenido? Y así suma y sigue. Sin embargo, esta cierta “dogmática” responde más bien a la idea
de que la única teoría que vale la pena hacer es una que se haga cargo de la realidad, que sea
alimentada por ella y que, a la vez, contribuya a resolverla.
La aproximación a la reforma a través del módulo de litigación y el análisis de casos fuerza,
como consecuencia, una clase que se hace inevitablemente cargo del rol concreto de los actores
y de sus funciones, en una siempre muy especifica y diversificada realidad dentro del proceso
penal. Este tipo de aproximación también ha revelado problemas desde el punto de vista de
nuestra cultura jurídica para hacerse cargo del caso concreto en lugar de formulaciones más
bien generales y abstractas.
El ejemplo de la prisión preventiva sigue sirviendo: la frase “no ha lugar a la libertad por
representar un peligro para la sociedad” es una expresión general y abstracta que no hace sino
ajustarse formalmente a la norma que contempla dicha causal, pero que no quiere decir
absolutamente nada desde el punto de vista de la justificación de la decisión. Los ejemplos se
extienden a casi todas las áreas: cuando los participantes -jueces y abogados- son expuestos a
tener que discernir los elementos particulares del caso concreto para, por ejemplo, decidir
sobre ejercicios de la discrecionalidad del Ministerio Público, decidir la aplicación de salidas
alternativas o para optar por unas u otras medidas cautelares, la pérdida de la posibilidad de
refugiarse bajo la mera formulación abstracta de la norma suele congelar sus capacidades de
actuar. En este sentido, la aproximación a través del modelo del fútbol ha probado ser útil para
entrenar a los participantes en habilidades analíticas que permitan utilizar la información del
caso como herramientas de argumentación concreta respecto de la norma abstracta. Esto, a su
turno, construye perfiles profesionales mucho más concretos y diferenciados.
Un último paso en esta evolución fue dado el año pasado. Recién en el año 2000, la reforma en
Chile contó con funcionarios designados que debían ser formalmente capacitados para el
desempeño de sus roles. Como parte del programa de formación de dichos funcionarios fue
montada una instancia de capacitación interinstitucional para jueces, fiscales y defensores
públicos, todos reunidos. De ese programa da cuenta un artículo aparte en este volumen. Para
efectos de lo que he venido describiendo, sin embargo, dicho programa representó un último
paso de evolución en este nuevo modelo de capacitación: el sistema de entrenamiento de
litigación y casos concretos fue llevado al diseño de un programa de simulación de las
audiencias preliminares. Esta nueva incorporación metodológica viene a cerrar el círculo: el
módulo de litigación instala en los participantes la lógica acusatoria, a la vez que los provee de
herramientas analíticas poderosas de cara al juicio oral y la presentación de la prueba.
Cuando llega luego el momento de discutir instituciones como las medidas cautelares, las
salidas alternativas o la etapa de investigación, los participantes se aproximan a ellas a través
del caso concreto y sobre la base de las posibilidades que las particulares circunstancias que lo
conforman ofrecen para el juicio oral, dada la tecnología de litigación con la que ya cuentan
(“tal vez como fiscal no quiera que este acusado acceda a una suspensión condicional del
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procedimiento pero, sabiendo cómo se litiga en juicios orales, estoy en condiciones de evaluar
que mi caso no es particularmente fuerte, por lo que tal vez convenga obtener al menos las
condiciones de la suspensión...”), de este modo, los participantes quedan en condiciones de
detectar el conjunto de complejidades jurídicas, políticas y prácticas que subyacen a cada caso
particular, todo lo cual se traduce en recursos de argumentación forense -o de fundamentación
judicial- cuya ejecución se entrena a su turno en la simulación de audiencias preliminares.
Este recorrido no ha estado exento de retrocesos y equívocos. Después de todo, su desarrollo
ha sido una constante evolución de ensayo y error, en el contexto de una modificación radical.
Se trata de un método de capacitación que exige un alto numero de profesores entrenados,
trabajando orgánicamente y en total sintonía desde el punto de vista del discurso (en general,
aproximadamente un profesor cada diez alumnos para el módulo de litigación y uno cada
veinte para el análisis de caso), grupos de trabajo más bien pequeños (nunca superiores a veinte
personas, idealmente quince) e infraestructura adecuada. Por otro lado, es una metodología que
exige una enorme inversión de recursos académicos y tiempo en la elaboración de materiales,
tanto teóricos como prácticos. Es, en consecuencia, una metodología cara y difícilmente
implementable masivamente. Pero, al menos en la experiencia chilena, su poder para
transformar la aproximación de jueces y abogados al derecho procesal-penal y su contribución
para conseguir lo que hasta hace no mucho era la irrealizable necesidad de regenerar la cultura
jurídica en torno al proceso penal es, a estas alturas, innegable.
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